La indulgencia
16. Espíritas, hoy queremos hablaros de la indulgencia, ese sentimiento tan dulce y fraternal que todo hombre debe tener para con sus hermanos, pero que muy pocos ponen en práctica.La indulgencia no ve los defectos del prójimo, o si los ve, evita hablar de ellos o divulgarlos. Por el contrario, los oculta con el fin de que sólo ella los conozca, y si la malevolencia los descubre, siempre tiene a mano una excusa para disimularlos, es decir, una excusa plausible, formal, y no de aquellas que, con la apariencia de atenuar la falta, la hacen resaltar con pérfida maestría.La indulgencia nunca se ocupa de los actos malos de los demás, a menos que sea para prestar un servicio; y aun así tiene cuidado de atenuarlos tanto como le sea posible. No hace observaciones que choquen, ni tiene reproches en los labios, sino solamente consejos, lo más a menudo velados. Cuando criticáis, ¿qué consecuencia debe extraerse de vuestras palabras? La de que vosotros, que pronunciáis una censura, no haréis lo que reprocháis, y que valéis más que el culpable. ¡Oh, hombres! ¿Cuándo juzgaréis a vuestros corazones, a vuestros propios pensamientos, a vuestros propios actos, sin ocuparos de lo que hacen vuestros hermanos? ¿Cuándo dirigiréis vuestra severa mirada sólo hacia vosotros mismos?Sed, pues, severos para con vosotros e indulgentes para con los demás. Recordad a Aquel que juzga en última instancia, que ve los pensamientos secretos de cada corazón, y que, por consiguiente, disculpa a menudo las faltas que vosotros censuráis, o condena las que disculpáis, porque conoce el móvil de todos los actos. Recordad que vosotros, que exclamáis tan alto la palabra ¡anatema!, quizás habéis cometido faltas más graves.Sed indulgentes, amigos míos, porque la indulgencia atrae, calma, rescata; mientras que el rigor desalienta, aparta e irrita. (José, Espíritu protector. Burdeos, 1863.)