INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
La venganza
La venganza es uno de los últimos restos de las costumbres bárbaras que tienden a desaparecer entre los hombres. Constituye, al igual que el duelo, uno de los postreros vestigios de las costumbres salvajes por efecto de las cuales se debatía la humanidad al comienzo de la era cristiana. A eso se debe que la venganza sea un indicio cierto del estado de atraso de los hombres que se entregan a ella, así como de los Espíritus que todavía la inspiran. Por consiguiente, amigos míos, ese sentimiento jamás debe hacer vibrar el corazón de quien se diga y se proclame espírita. Vengarse, bien lo sabéis, es tan contrario a esta prescripción de Cristo: “Perdonad a vuestros enemigos”, que quien rehúsa perdonar no sólo no es espírita sino que tampoco es cristiano. La venganza es una inspiración tanto más funesta cuanto que la falsedad y la bajeza son sus asiduas compañeras. En efecto, aquel que se entrega a esa fatal y ciega pasión casi nunca lo hace a cielo descubierto. Cuando es el más fuerte, se lanza como una fiera sobre el que considera su enemigo, puesto que la presencia de este enciende su pasión, su cólera, su odio. No obstante, la mayoría de las veces asume una apariencia hipócrita, porque oculta en lo más hondo de su corazón los malos sentimientos que lo animan. Elije caminos sesgados, persigue entre las sombras a su enemigo, que no desconfía, y aguarda el momento propicio para atacarlo sin peligro. Se oculta de él, pero lo acecha en forma permanente. Le tiende trampas aborrecibles; y si encontrara la ocasión, vertería veneno en su copa. En el caso de que su odio no llegue a tales extremos, lo ataca entonces en su honor y en sus afectos. No retrocede ante la calumnia, y sus insinuaciones pérfidas, hábilmente desparramadas por todas partes, crecen a su paso. De ese modo, cuando el perseguido se presenta en los lugares por donde pasó el aliento envenenado de su perseguidor, se lleva la sorpresa de encontrar rostros indiferentes donde otras veces lo recibían semblantes amistosos y benévolos, y queda estupefacto cuando las manos que antes se le tendían, ahora se niegan a tomar las suyas. Por último, se siente anonadado cuando verifica que sus más queridos amigos y parientes se apartan y lo evitan. ¡Ah! El cobarde que se venga de esa manera es cien veces más culpable que aquel que enfrenta a su enemigo y lo insulta cara a cara.¡Acabemos, pues, con esas costumbres salvajes! ¡Acabemos con esos hábitos perimidos! El espírita que hoy pretendiese ejercer el derecho de vengarse, sería indigno de pertenecer por más tiempo a la falange que eligió para sí esta divisa: ¡Fuera de la caridad no hay salvación! Pero no, no debo detenerme en la idea de que un miembro de la gran familia espírita sea capaz, en lo sucesivo, de ceder al impulso de la venganza, sino, por el contrario, al de perdonar. (Jules Olivier. París, 1862.)