Capítulo 12 – Amad a Vuestros Enemigos – 14
“¿Qué opinión se formarán de mí –decís a menudo– si rehúso la reparación que se me exige mediante el duelo, o si no la reclamo al que me ha ofendido?” Los locos como vosotros, los hombres atrasados, os criticarán. En cambio, los que se hallan iluminados por la antorcha del progreso intelectual y moral, dirán que obráis de acuerdo con la verdadera sabiduría. Reflexionad un poco. Por causa de una palabra, que con frecuencia uno de vuestros hermanos ha dicho irreflexivamente, o que es inofensiva, vuestro orgullo se siente herido, entonces le contestáis de un modo áspero, y de ahí deriva una provocación. Antes de que llegue el momento decisivo, ¿os preguntáis si obráis como cristianos? ¿Os preguntáis qué cuentas quedaréis debiendo a la sociedad si la priváis de uno de sus miembros? ¿Pensáis en el remordimiento que os asaltará por haber quitado el esposo a una mujer, el hijo a una madre, o el padre que servía de amparo a sus hijos? Por cierto, el autor de la ofensa debe una reparación. Pero ¿no será más honroso para él ofrecerla espontáneamente, mediante el reconocimiento de sus errores, en lugar de exponer la vida de aquel que tiene derecho a quejarse? En el caso del ofendido, convengo en que, en algunas ocasiones, por hallarse gravemente herido, ya sea en su persona o en la de quienes más ama, no sólo está en juego el amor propio, sino que el corazón también se encuentra afligido, sufre. No obstante, además de que sea una tontería arriesgar la vida para enfrentarse a un miserable que es capaz de practicar una infamia, ¿ocurrirá que la afrenta, sea cual fuere, deje de existir una vez muerto el ofensor? La sangre derramada, ¿no confiere más relevancia a un hecho que, en caso de que sea falso, caerá por su propio peso, y si es verdadero deberá permanecer oculto en el silencio? Sólo queda, pues, la satisfacción de la venganza saciada. ¡Ah! Triste satisfacción, que casi siempre da lugar, desde esta vida, a acuciantes remordimientos. Y si el que sucumbe es el ofendido, ¿dónde está la reparación? Cuando la caridad sea la regla de conducta de los hombres, estos adaptarán sus actos y sus palabras a esta máxima: “No hagáis a los otros lo que no quisierais que os hiciesen”. Entonces desaparecerán todas las causas de disensiones y, con ellas, las de los duelos y las guerras, que son los duelos entre un pueblo y otro. (Francisco Javier. Burdeos, 1861.)