La ofrenda de la viuda
5. Estaba Jesús sentado delante del arca de las ofrendas, y observaba cómo el pueblo echaba allí su dinero, cuando notó que muchas personas acaudaladas lo depositaban en abundancia. En eso llegó también una viuda pobre, que echó apenas dos pequeñas monedas, que valían diez centavos cada una. Entonces, Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: “En verdad os digo, que esta viuda pobre ha dado mucho más que todos los que pusieron previamente sus dádivas en el arca. Porque todos los demás dieron de lo que les sobra, mientras que ella dio de lo que le es necesario, incluso dio todo lo que tenía, todo lo que le quedaba para vivir”. (San Marcos, 12:41 a 44; San Lucas, 21:1 a 4.) 6. Muchos se lamentan de que no pueden hacer todo el bien que quisieran, porque carecen de recursos suficientes, y si desean poseer riquezas, alegan que es para hacer un buen uso de ellas. La intención es loable y, sin duda, puede llegar a ser sincera en algunas personas. No obstante, ¿será absolutamente desinteresada en todos los casos? ¿No habrá quienes, animados por el deseo de hacer el bien a sus semejantes, prefieran comenzar por hacerlo a sí mismos, proporcionarse algunas otras satisfacciones, disfrutar algo de lo superfluo que por el momento no tienen, y destinar el resto a los pobres? Esta segunda intención, que tal vez no conozcan, pero que hallarían en el fondo de sus corazones si lo auscultaran minuciosamente, anula el mérito de la intención, porque la auténtica caridad piensa en los otros antes de pensar en sí misma. Lo sublime de la caridad, en ese caso, consistiría en que el hombre buscase mediante su propio trabajo, mediante el empleo de sus fuerzas, de su inteligencia y de su talento, la obtención de los recursos que le faltan para llevar a cabo sus generosas intenciones. En eso consistiría el sacrificio más grato al Señor. Lamentablemente, la mayoría sueña con los medios más fáciles y rápidos para enriquecerse, y corre detrás de quimeras tales como el descubrimiento de tesoros, de alguna oportunidad circunstancial favorable, de recibir una herencia inesperada, etc. ¿Qué se puede decir de aquellos que esperan encontrar, en los Espíritus, a los auxiliares que los secunden en investigaciones de esa naturaleza? Por cierto, no conocen ni comprenden el objetivo sagrado del espiritismo, y menos aún la misión de los Espíritus, que cuentan con el permiso de Dios para comunicarse con los hombres. Las decepciones constituyen, pues, su castigo. Aquellos cuyas intenciones están exentas de todo interés personal deben consolarse ante la imposibilidad en que se encuentran de hacer todo el bien que quisieran, y tener presente que el óbolo del pobre, que al dar se priva de lo necesario, pesa más en la balanza de Dios que el oro del rico, que da sin privarse de nada. Grande sería la satisfacción, sin duda, si pudiéramos socorrer en gran escala a la indigencia; pero si esa satisfacción nos es negada, debemos resignarnos y limitarnos a hacer lo que está a nuestro alcance. Por otra parte, ¿acaso las lágrimas sólo se enjugan con oro? ¿Debemos permanecer inactivos cuando no disponemos de dinero? No, pues quien se propone con sinceridad ser útil a sus hermanos, habrá de encontrar mil ocasiones para ello. Si las busca, las encontrará. Si no lo logra de un modo, lo hará de otro, porque no hay nadie a quien, en pleno goce de sus facultades, le resulte imposible prestar algún servicio, brindar un consuelo, aliviar un padecimiento, sea físico o moral, realizar un esfuerzo en bien del prójimo. A falta de dinero, ¿no cuenta acaso con su trabajo, con su tiempo, incluso con su descanso, de los que puede dar una parte? También en eso consiste el óbolo del pobre, la ofrenda de la viuda.