Capítulo 23 – Moral Extraña – 15
Lamentablemente, los adeptos de la nueva doctrina no se pusieron de acuerdo en lo relativo a la interpretación de las palabras del Maestro, en su mayor parte cubiertas con el velo de las alegorías y del lenguaje figurado. De ahí nacieron, desde el principio, numerosas sectas que pretendían estar en posesión de la verdad exclusiva, y dieciocho siglos no han sido suficientes para que se pongan de acuerdo. Relegando el más importante de los preceptos divinos, el que Jesús colocó como piedra angular de su edificio y como la condición expresa para la salvación: la caridad, la fraternidad y el amor al prójimo, esas sectas se anatematizaron mutuamente y arremetieron unas contra otras. Así, las más poderosas atacaron a las más débiles: las ahogaron en sangre y las destruyeron por medio de las torturas y las llamas de las hogueras. Los cristianos, vencedores del paganismo, de perseguidos que eran se convirtieron en perseguidores. A hierro y fuego plantaron en los dos mundos la cruz del Cordero sin mancha. Es un hecho constatado que las guerras religiosas han sido las más crueles y han causado más víctimas que las guerras políticas, y que en ninguna otra contienda bélica se cometieron tantos actos de atrocidad y barbarie.¿Debemos culpar a la doctrina de Cristo? No, por cierto, pues condena formalmente toda clase de violencia. ¿Dijo Él alguna vez a sus discípulos: “Id, matad, masacrad, quemad a los que no crean como vosotros”? No, por el contrario, pues les dijo: “Todos los hombres son hermanos, y Dios es soberanamente misericordioso; amad a vuestro prójimo; amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os persiguen”. Les dijo además: “Quien mata con la espada, perecerá por la espada”. La responsabilidad no le corresponde, pues, a la doctrina de Jesús, sino a los que la han interpretado falsamente y la convirtieron en un instrumento al servicio de sus pasiones, a los que han despreciado estas palabras: “Mi reino no es de este mundo”.Con su profunda sabiduría, Jesús preveía lo que iba a suceder. No obstante, esos acontecimientos eran inevitables, porque derivaban de la inferioridad de la naturaleza humana, que no podía transformarse repentinamente. Era preciso que el cristianismo pasara por esa prolongada y cruel prueba de dieciocho siglos para que pusiera de manifiesto todo su poder. Porque, a pesar del mal cometido en su nombre, ha salido de él con toda su pureza. Jamás se lo ha puesto en tela de juicio. Las críticas han recaído siempre sobre los que abusaron de él. Ante cada acto de intolerancia se ha dicho siempre: si el cristianismo fuese mejor comprendido y mejor practicado, eso no habría sucedido.