Capítulo 24 – No Pongáis la Lámpara Debajo del Celemín – Item 11 a 12

Los sanos no necesitan al médico

11. Estaba Jesús sentado a la mesa en casa de Mateo, y vinieron allí muchos publicanos y personas de mala vida, que se sentaron a la mesa con Jesús y sus discípulos. Cuando los fariseos vieron eso, dijeron a los discípulos: “¿Por qué vuestro Maestro come con los publicanos y las personas de mala vida?” Pero Jesús, al oírlos, les dijo: “Los sanos no necesitan al médico, sino los enfermos”. (San Mateo, 9:10 a 12.) 12. Jesús se dirigía sobre todo a los pobres y a los desheredados, porque son los que están más  necesitados de consuelo; a los ciegos dóciles y de buena fe, porque piden volver a ver; pero no a los orgullosos, que creen que poseen toda la luz y no necesitan nada.  Esas palabras de Jesús, como tantas otras, encuentran su aplicación en el espiritismo. Hay quienes se sorprenden de que en ocasiones la mediumnidad se conceda a personas indignas y capaces de hacer mal uso de ella. Opinan que una facultad tan valiosa debería ser un atributo exclusivo de quienes tienen mayor merecimiento. Digamos, ante todo, que la mediumnidad es inherente a una disposición orgánica de la que cualquier hombre puede estar dotado, como lo está de la de ver, oír y hablar. Sin embargo, no hay una sola  facultad de la que el hombre, en virtud de su libre albedrío, no pueda abusar. Si Dios solamente hubiese concedido la palabra, por ejemplo, a los que son incapaces de decir cosas malas, habría más mudos que personas aptas para hablar. Dios ha otorgado facultades al hombre, así como la libertad para que las utilice, pero castiga sin excepciones a los que abusan de ellas. Si el poder de comunicarse con los  Espíritus se concediera sólo a los más dignos, ¿quién osaría solicitarlo? Además, ¿dónde estaría el límite que separa la dignidad de la falta de mérito? La mediumnidad se confiere sin distinción, a fin de que los Espíritus puedan llevar la luz a todos los niveles, a todas las clases de la sociedad, tanto al pobre como al rico; a los virtuosos para afianzarlos en el bien, y a los viciosos para corregirlos. ¿Acaso no son estos últimos los enfermos que necesitan al médico? ¿Por qué Dios, que no quiere la muerte del pecador, lo privaría del auxilio que puede sacarlo del cenagal? Así pues, los Espíritus buenos vienen en su ayuda, y los consejos que recibe directamente pueden impresionarlo con mayor intensidad que si los recibiera por vías indirectas. Dios, en su bondad, deposita la luz en sus manos para ahorrarle el trabajo de irse lejos en su busca. ¿No será más culpable si no quiere mirarla? ¿Podrá disculparse de su ignorancia cuando haya escrito con sus propias manos, visto con sus ojos, escuchado con sus oídos y pronunciado con su boca su propia condenación? Si no la aprovecha, entonces será castigado con la pérdida o con la perversión de su facultad, de la cual se apoderan los Espíritus malos para obsesionarlo y engañarlo, sin perjuicio de las auténticas aflicciones con que Dios hiere a sus servidores indignos, así como a los corazones obstinados en el orgullo y el egoísmo. La mediumnidad no implica forzosamente que se mantengan relaciones habituales con los Espíritus superiores. Es apenas una aptitud para servir de instrumento más o menos flexible a los Espíritus en general. El buen médium no es, pues, el que tiene facilidad para comunicarse, sino el que es simpático a los buenos Espíritus y está asistido sólo por ellos. Únicamente en este sentido la excelencia de las cualidades morales se vuelve omnipotente en relación con la mediumnidad.