Capítulo 10 – Bienaventurados los que Son Misericordiosos – 11 a 13

No juzguéis para que no seáis juzgados.

El que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra

11. “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados según el modo como hayáis juzgado a los otros; y se empleará para con vosotros la misma medida que halláis empleado para con ellos.” (San Mateo, 7:1 y 2.)

12. Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer que había sido sorprendida en adulterio; la pusieron de pie en medio del pueblo, y dijeron a Jesús: “Maestro, esta mujer acaba de ser sorprendida en adulterio. Ahora bien, Moisés nos ordenó en la ley que se lapide a las adúlteras. ¿Cuál es tu opinión acerca de eso?”. Y esto lo decían para tentarlo, a fin de tener de qué acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Y como ellos insistían en preguntarle, Él se levantó y les dijo: “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. Luego, se inclinó de nuevo, y continuó escribiendo en la tierra. Ellos, al oír que Jesús habló de ese modo, se retiraron uno tras otro, y los ancianos se alejaron primero. Y así, Jesús quedó a solas con la mujer, que estaba en medio de la plaza.Entonces Jesús se incorporó y le dijo: “Mujer, ¿dónde están los que te acusan? ¿Ninguno te condenó?”. Ella le dijo: “No, Señor”. Jesús le respondió: “Tampoco yo te condenaré. Vete, y en adelante no peques más”. (San Juan, 8:3 a 11.)

13. “Aquel que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”, dijo Jesús. Esta máxima hace de la indulgencia un deber, porque no hay nadie que no la necesite para sí mismo. Nos enseña que no debemos juzgar a los otros con mayor severidad que aquella con la que nos juzgamos a nosotros mismos, ni condenar en los demás lo que absolvemos en nosotros. Antes de reprochar una falta a alguien, miremos si no podría recaer sobre nosotros la misma reprobación.La reprobación de la conducta ajena puede tener dos motivos: reprimir el mal o desacreditar a la persona cuyos actos se critican. Este último propósito nunca tiene disculpa, porque en ese caso sólo existe maledicencia y maldad. El primero puede ser loable, e incluso constituye un deber en ciertos casos, porque de ahí puede resultar un bien, y porque de no ser así, el mal jamás sería reprimido en la sociedad. Por otra parte, ¿no debe el hombre cooperar en el progreso de su semejante? Así pues, este principio no debe ser tomado en su sentido absoluto: “No juzguéis si no queréis ser juzgados”, porque la letra mata, mientras que el espíritu vivifica.Jesús no podía prohibir la reprobación de lo que está mal, puesto que Él mismo nos dio el ejemplo de ello, y lo hizo en términos enérgicos. Con todo, quiso decir que la autoridad de la reprobación está en razón directa de la autoridad moral del que la pronuncia. Ser culpable de aquello mismo por lo que se recrimina a otro, implica abdicar de esa autoridad. Además, es arrogarse el derecho de represión. La conciencia íntima, por otra parte, niega todo respeto y toda sumisión voluntaria a aquel que, investido de algún poder, viola las leyes y los principios que está encargado de aplicar. Para Dios, la única autoridad legítima es la que se apoya en el ejemplo que ella misma da del bien. Eso es igualmente lo que se destaca de las palabras de Jesús.