Capítulo 10 – Bienaventurados los que Son Misericordiosos – 17
Sed indulgentes para con las faltas del prójimo, cualesquiera que sean. Sólo juzgad con seriedad vuestras propias acciones, y el Señor empleará la indulgencia para con vosotros, así como vosotros la habéis empleado para con los demás.Sostened a los fuertes y animadlos a la perseverancia. Fortaleced a los débiles y enseñadles la bondad de Dios, que toma en cuenta hasta el menor arrepentimiento. Mostrad a todos el ángel de la penitencia, que extiende sus blancas alas sobre las faltas de los humanos, y las oculta de ese modo ante aquel que no puede tolerar lo que es impuro. Comprended la misericordia infinita de vuestro Padre, y no os olvidéis jamás de decirle con vuestro pensamiento, y sobre todo con vuestros actos: “Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”. Comprended el valor de esas sublimes palabras, pues no sólo la letra es admirable, sino también la enseñanza que encierra.¿Qué solicitáis al Señor cuando le imploráis que os perdone? ¿Es sólo el olvido de vuestras ofensas? Ese olvido os dejaría en la nada, porque si Dios se contentase con olvidar vuestras faltas, Él no castigaría, pero tampoco recompensaría. La recompensa no puede ser el precio del bien que no se ha hecho, y menos aún el del mal que se ha causado, aunque ese mal haya sido olvidado. Al pedir a Dios perdón para vuestras transgresiones, le pedís el favor de su gracia para que no volváis a caer, así como la fuerza necesaria para entrar en un camino nuevo, el de la sumisión y el del amor, en el que al arrepentimiento podréis añadir la reparación.Cuando perdonéis a vuestros hermanos, no os contentéis con correr el velo del olvido sobre sus faltas, pues ese velo suele ser muy transparente a vuestra mirada. Cuando los perdonéis, ofrecedles al mismo tiempo vuestro amor; haced por ellos lo que quisierais que el Padre celestial hiciera por vosotros. Reemplazad la cólera que mancha por el amor que purifica. Predicad con el ejemplo esa caridad activa, infatigable, que Jesús os ha enseñado. Predicadla como Él mismo lo hizo durante todo el tiempo que vivió en la Tierra, visible a los ojos del cuerpo, y como la predica también sin cesar desde que sólo es visible a los ojos del espíritu. Seguid ese divino modelo; no os apartéis de sus huellas; ellas os conducirán al refugio donde encontraréis el reposo después de la lucha. Cargad vuestra cruz, como Él lo hizo, y subid penosamente, pero con valor, vuestro calvario, pues en su cima está la glorificación. (Juan, obispo de Burdeos, 1862.)