Capítulo 10 – Bienaventurados los que Son Misericordiosos – 4
La misericordia es el complemento de la mansedumbre, porque el que no es misericordioso no puede ser manso ni pacífico. La misericordia consiste en el olvido y el perdón de las ofensas. El odio y el rencor denotan un alma sin elevación ni grandeza. El olvido de las ofensas es propio del alma elevada, que está más allá del alcance de los golpes que se pretenda lanzar sobre ella. Una siempre está ansiosa, su susceptibilidad es sombría y desbordante de hiel; la otra es serena, plena de mansedumbre y caridad. Desdichado el que dice: “Jamás perdonaré”, porque si no lo condenan los hombres, por cierto Dios lo hará. ¿Con qué derecho reclamaría el perdón de sus propias faltas, si él mismo no perdona las de los otros? Cuando Jesús manifiesta que se debe perdonar a un hermano, no siete veces, sino setenta veces siete veces, nos enseña que la misericordia no debe tener límites.Sin embargo, hay dos maneras muy diferentes de perdonar: la primera es grande, noble, verdaderamente generosa, sin segundas intenciones, y evita con delicadeza herir el amor propio y la susceptibilidad del adversario, aunque este último se encuentre completamente equivocado. La segunda, en cambio, se verifica cuando el ofendido, o el que cree haber sido ofendido, impone al otro condiciones humillantes y le hace sentir el peso de un perdón que irrita en vez de calmar. Si tiende la mano a su ofensor, no lo hace con benevolencia, sino con ostentación, a fin de poder decir a todo el mundo: “¡Mirad qué generoso soy!” En esas circunstancias, es imposible que la reconciliación sea sincera, tanto de una como de otra parte. No, allí no hay generosidad, sino un modo de satisfacer el orgullo. En toda contienda, el que se manifiesta más conciliador, el que demuestra más desinterés, más caridad y verdadera grandeza de alma, captará siempre la simpatía de las personas imparciales.