Capítulo 11 – Amar Al Prójimo Como a Sí Mismo – 9
La esencia del amor es divina, y vosotros, del primero al último, tenéis en el fondo del corazón la chispa de ese fuego sagrado. He aquí un hecho que habéis podido constatar muchas veces: todo hombre, incluso el más abyecto, vil y criminal, dispensa a un ser o a un objeto cualquiera un afecto vivo y ardiente, a prueba de todo lo que tienda a disminuirlo, y que a menudo alcanza proporciones sublimes.He dicho “a un ser o a un objeto cualquiera”, porque entre vosotros hay individuos que prodigan tesoros de amor, de que están rebosantes sus corazones, a los animales, a las plantas y aun a los objetos materiales. Son una especie de misántropos que, mientras se quejan de la humanidad en general y se resisten a la tendencia natural de sus almas, buscan alrededor suyo afecto y simpatía. En realidad, rebajan la ley del amor al estado de instinto. Con todo, por más que hagan, no conseguirán sofocar el germen vivo que Dios, al crearlos, depositó en sus corazones. Ese germen se desarrolla y crece con la moralidad y con la inteligencia, y aunque muchas veces se encuentre oprimido por el egoísmo, es la fuente de santas y dulces virtudes que constituyen los afectos sinceros y perdurables, y os ayudan a superar el camino escarpado y árido de la existencia humana.Hay algunas personas a quienes la prueba de la reencarnación causa verdadera repugnancia, dada la posibilidad de que otros compartan sus simpatías afectuosas, de las que sienten celos. ¡Pobres hermanos! Vuestro afecto os hace egoístas. Vuestro amor se halla restringido a un círculo íntimo de parientes y amigos, y todos los demás os resultan indiferentes. Pues bien, para practicar la ley de amor tal como Dios la entiende, es preciso que lleguéis poco a poco a amar a todos vuestros hermanos, indistintamente. La tarea será prolongada y difícil, pero se cumplirá. Dios así lo quiere, y la ley de amor constituye el primero y más importante precepto de vuestra nueva doctrina, porque un día ella habrá de matar al egoísmo, sea cual fuere el aspecto con que se presente, puesto que además del egoísmo personal existe también el egoísmo de familia, de casta, de nacionalidad. Jesús dijo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Ahora bien, ¿cuál es el límite en relación con el prójimo? ¿Será, acaso, la familia, la creencia religiosa, la nación? No; es la humanidad entera. En los mundos superiores, el amor mutuo armoniza y rige a los Espíritus adelantados que en ellos habitan; y vuestro planeta, destinado a un progreso inminente, en virtud de la transformación social que experimentará, habrá de ver que sus habitantes practican esa sublime ley, reflejo de la Divinidad.Los efectos de la ley de amor son el mejoramiento moral de la raza humana y la felicidad durante la vida terrenal. Los más rebeldes, al igual que los más viciosos, habrán de reformarse cuando vean los beneficios producidos por la puesta en práctica de esta máxima: “No hagáis a los otros lo que no quisierais que ellos os hiciesen”; hacedles, por el contrario, todo el bien que podáis.No creáis en la esterilidad ni en la dureza del corazón humano. Este, a pesar suyo, cede al amor verdadero, que es un imán al que no se puede resistir. El contacto de ese amor vivifica y fecunda los gérmenes de esa virtud, que se encuentra en vuestro corazón en estado latente. La Tierra, morada de pruebas y de exilio, será entonces purificada por ese fuego sagrado, y en ella se practicará la caridad, la humildad, la paciencia, la devoción, la abnegación, la resignación, el sacrificio y las demás virtudes hijas del amor. No os canséis, pues, de escuchar las palabras de Juan, el Evangelista. Como sabéis, cuando la enfermedad y la vejez lo obligaron a suspender el curso de sus predicaciones, sólo repetía estas dulces palabras: “Hijitos míos, amaos los unos a los otros”.Amados hermanos, aprovechad esas lecciones. Su práctica es difícil, pero el alma extrae de ellas un bien inmenso. Creedme, haced el esfuerzo sublime que os pido: “Amaos”, y muy pronto veréis a la Tierra transformada en el Elíseo donde vendrán a reposar las almas de los justos. (Fenelón. Burdeos, 1861.)