Capítulo 12 – Amad a Vuestros Enemigos – 13
El duelo, al igual que lo que en otro tiempo se denominaba “el juicio de Dios”, es una de esas instituciones bárbaras que todavía rigen la sociedad. Con todo, ¿qué diríais vosotros si vieseis a los dos antagonistas sumergidos en agua que hierve, o sometidos al contacto de un hierro candente, para dirimir la querella y dar la razón al que resista mejor la prueba? Diríais que esas costumbres son insensatas. El duelo es aún peor que todo eso. Para el duelista experimentado, se trata de un asesinato a sangre fría, cometido con toda la premeditación necesaria, porque tiene la certeza de la eficacia del golpe que dirigirá. Para el adversario, que está casi seguro de que habrá de sucumbir en razón de su debilidad y su inexperiencia, se trata de un suicidio llevado a cabo con la más fría reflexión. Sé que muchas veces se procura evitar esa alternativa, igualmente criminal, sometiendo la cuestión al acaso. Pero entonces, ¿no implica eso volver, con otra forma, al juicio de Dios de la Edad Media? En aquella época, incluso, eran infinitamente menos culpables que ahora. La locución juicio de Dios indica una fe ingenua, es verdad, pero que no deja de ser fe en la justicia de Dios, que no podía dejar que muriese un inocente. En el duelo, en cambio, todo se reduce a la fuerza bruta, de tal modo que muchas veces es el ofendido el que sucumbe.¡Oh! ¡Estúpido amor propio, tonta vanidad y loco orgullo! ¿Cuándo seréis reemplazados por la caridad cristiana, el amor al prójimo y la humildad, que Cristo enseñó y ejemplificó? Sólo entonces desaparecerán esos monstruosos prejuicios que aún gobiernan a los hombres, y que las leyes son impotentes para reprimir, pues no basta con prohibir el mal y prescribir el bien: es necesario que el principio del bien y el horror al mal estén en el corazón del hombre. (Un Espíritu protector. Burdeos, 1861.)