Capítulo 12 – Amad a Vuestros Enemigos – 4
Para los incrédulos, amar a los enemigos es un absurdo. Aquel para quien la vida presente lo es todo, sólo ve en su enemigo un ser pernicioso que perturba su tranquilidad, y cree que sólo la muerte puede librarlo de él. De ahí proviene su deseo de venganza. No tiene ningún interés en perdonar, salvo que sea para satisfacer su orgullo ante el mundo. Perdonar, en ciertos casos, le parece incluso una debilidad indigna de él. Si no responde con la venganza, no dejará por eso de guardarle rencor y de alimentar un secreto deseo de perjudicarlo.Para el creyente, pero sobre todo para el espírita, la manera de ver es muy diferente, porque fija su mirada en el pasado y en el porvenir, entre los cuales la vida presente es apenas un punto. Sabe que, por el destino mismo de la Tierra, no habrá de encontrar en ella más que hombres malvados y perversos; que las maldades a que está expuesto forman parte de las pruebas que debe sufrir, y el punto de vista elevado en que se coloca contribuye a que las vicisitudes le resulten menos amargas, ya sea que estas provengan de los hombres o de las cosas. Si no se queja de las pruebas, tampoco debe quejarse de aquellos que les sirven de instrumento. Si, en vez de quejarse, da gracias a Dios porque lo puso a prueba, también debe dar gracias a la mano que le proporciona la ocasión de demostrar su paciencia y su resignación. Ese pensamiento lo predispone naturalmente al perdón. Siente, además, que cuanto más generoso es, más se engrandece ante sí mismo y se ubica fuera del alcance de los dardos malévolos de su enemigo.El hombre que en el mundo ocupa una posición elevada no toma como una ofensa los insultos de aquel a quien considera inferior. Lo mismo sucede con el que se eleva, en el mundo moral, por encima de la humanidad material. Comprende que el odio y el rencor lo envilecerían y lo rebajarían. Ahora bien, para que sea superior a su adversario, es preciso que tenga el alma más grande, más noble y más generosa.