Capítulo 14 – Honra a Tu Padre y a Tu Madre – 9

INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS La ingratitud de los hijos y los lazos de familia

La ingratitud es uno de los frutos más inmediatos del egoísmo. Siempre causa indignación a los  corazones honestos. Pero la de los hijos para con sus padres presenta un carácter todavía más detestable. Es especialmente desde ese punto de vista que vamos a considerarla, para analizar sus causas y sus efectos. En ese punto, como en todos los demás, el espiritismo proyecta luz sobre uno de los problemas del corazón humano. Cuando deja la Tierra, el Espíritu lleva consigo las pasiones o las virtudes inherentes a su naturaleza, y se perfecciona en el espacio, o permanece estacionario hasta que desea ver la luz. Muchos, por lo tanto, se van llenos de odios violentos y de deseos de venganza sin saciar. Con todo, se permite que algunos de ellos, más adelantados que los demás, entrevean una parte de la verdad. Reconocen entonces las funestas consecuencias de sus pasiones, y son inducidos a adoptar buenas resoluciones. Comprenden que para llegar a Dios, sólo hay una contraseña: caridad. Ahora bien, no hay caridad sin el olvido de los ultrajes y las injurias. No hay caridad con el corazón dominado por el odio. No hay caridad sin perdón. Entonces, mediante un esfuerzo extraordinario, esos Espíritus consiguen observar a aquellos a quienes odiaron en la Tierra. Pero al verlos vuelve a despertarse la animosidad en lo íntimo de cada uno. Se resisten a la idea de perdonar, más aún que a la de renunciar a sí mismos, y  principalmente a la idea de amar a los que tal vez les hayan arruinado su fortuna, su honor, su familia. No obstante, el corazón de esos desdichados se ha conmovido. Dudan, vacilan, agitados por sentimientos contrarios. Si predominan las buenas resoluciones, oran a Dios, imploran a los Espíritus buenos que les den fuerzas en el momento más decisivo de la prueba. Por último, luego de años de meditaciones y plegarias, el Espíritu aprovecha un cuerpo que se prepara en la familia de aquel a quien ha detestado, y solicita, a los Espíritus encargados de trasmitir las órdenes supremas, permiso para cumplir en la Tierra los destinos de ese cuerpo que acaba de formarse. ¿Cuál será su conducta dentro de la familia escogida? Dependerá de su mayor o menor persistencia  en las buenas resoluciones que adoptó. El contacto ininterrumpido con los seres a los que ha odiado constituye una prueba terrible, bajo cuyo peso sucumbe en algunas ocasiones, en el caso de que su voluntad no se encuentre aún lo suficientemente firme. Así, conforme prevalezcan las buenas o las malas resoluciones, será amigo o enemigo de aquellos entre los que fue convocado para vivir. De ese modo se explican esos odios, esas repulsiones instintivas que se notan en algunos niños, a las que ningún hecho anterior pareciera justificar. En efecto, nada en esa existencia pudo provocar semejante antipatía. Para comprender su causa es preciso que se dirija la mirada hacia el pasado. ¡Oh espíritas! Comprended ahora el importante rol de la humanidad. Comprended que cuando producís un cuerpo, el alma que en él encarna viene del espacio para progresar. Tened en cuenta vuestros deberes y aplicad todo vuestro amor para aproximar esa alma a Dios. Esa es la misión que se os ha confiado, y cuya recompensa recibiréis en el caso de que la cumpláis fielmente. Vuestros  cuidados y la educación que habréis de darle favorecerán su perfeccionamiento y su bienestar futuro. Tened presente que Dios preguntará a cada padre y a cada madre: “¿Qué habéis hecho del hijo que confié a vuestros cuidados?” Si permaneció retrasado por vuestra culpa, tendréis como castigo verlo entre los Espíritus que sufren, cuando de vosotros dependía que fuese feliz. Entonces, vosotros mismos, torturados por los remordimientos, solicitaréis reparar vuestra falta. Solicitaréis, tanto para vosotros como para él, una nueva encarnación, en la cual habréis de rodearlo con mayores cuidados, y en la que él, lleno de gratitud, os envolverá con su amor. No despreciéis, pues, al niño que desde la cuna rechaza a su madre, ni al que os paga con ingratitud. No fue el acaso el que lo hizo así ni el que os lo confió. Una intuición imperfecta del pasado se revela, de lo que podéis deducir que uno u otro ha odiado mucho, o fue muy ofendido; que uno u otro vino para perdonar, o para expiar. ¡Madres!, abrazad al hijo que os da disgustos, y decíos a vosotras mismas: “Uno de nosotros dos es culpable”. Esforzaos por merecer los goces sublimes que Dios concede a la maternidad, enseñando a vuestros hijos que ellos se encuentran en la Tierra para perfeccionarse, amar y bendecir. Pero ¡ay!, muchas de vosotras, en vez de eliminar por medio de la educación los malos principios innatos que proceden de las existencias anteriores, alimentáis y desarrolláis esos mismos principios con una culposa debilidad, o por descuido. Más adelante, el corazón lastimado por la ingratitud de los hijos os indicará, desde esta vida, el comienzo de vuestra expiación. La tarea no es tan difícil como podríais imaginar. No exige la sabiduría del mundo, pues tanto el sabio como el ignorante pueden desempeñarla. El espiritismo viene a facilitar ese desempeño, al dar a conocer la causa de las imperfecciones del corazón humano. Desde la cuna el niño manifiesta los instintos buenos o malos que trae de su existencia anterior, y es preciso aplicarse a estudiarlos. Todos los males tienen su principio en el egoísmo y el orgullo. Vigilad, pues, las menores señales que revelen el germen de esos vicios, y tratad de combatirlos sin esperar a que echen raíces profundas. Haced como el buen jardinero, que arranca los brotes defectuosos a medida que los ve asomar en el árbol. Si dejáis que se desarrollen el egoísmo y el orgullo, no os espantéis más tarde de que se os pague con la ingratitud. Los padres que han hecho todo lo debido por el adelanto moral de sus hijos, y no obtuvieron el éxito deseado, no tienen por qué culparse a sí mismos, y su conciencia puede estar tranquila. En compensación por la muy natural amargura que experimentan por el fracaso de sus esfuerzos, Dios les reserva un importante e inmenso consuelo, mediante la certeza de que ese fracaso es apenas una postergación, y que se les concederá concluir en otra existencia la obra que han comenzado en esta, hasta que un día el hijo ingrato habrá de recompensarlos con su amor. Dios no hace que la prueba sea superior a las fuerzas de quien la solicita. Sólo permite las que pueden ser superadas. Si alguien no lo logra, no es porque no tenga una oportunidad, sino porque le falta voluntad. De hecho, ¿cuántos hay que en vez de resistirse a las malas inclinaciones, se complacen en ellas? A esos están reservados el llanto y los lamentos en existencias posteriores. Con todo, admirad la bondad de Dios, que nunca cierra la puerta al arrepentimiento. Llegará el día en que el culpable se cansará de sufrir y en que su orgullo será finalmente vencido. Entonces,  Esos mismos Espíritus, en sus migraciones terrenales, se buscan para agruparse, como lo hacen en el espacio, y de ahí se originan las familias unidas y homogéneas. Si acaso en sus peregrinaciones están temporalmente separados, más tarde vuelven a encontrarse, felices por los nuevos progresos que han logrado. Pero como no deben trabajar solamente para sí, Dios permite que Espíritus menos adelantados encarnen entre ellos, a fin de que reciban consejos y buenos ejemplos, a favor de su adelanto. En ocasiones esos Espíritus se convierten en una causa de perturbación, pero ahí se encuentra la prueba, ahí está la tarea. Acogedlos, por consiguiente, como a hermanos. Ayudadlos, y más tarde, en el mundo de los Espíritus, la familia se felicitará de haber salvado a los náufragos que, a su vez, podrán salvar a otros. (San Agustín. París, 1862.)