Capítulo 16 – No Se Puede Servir a Dios Y a Mamón – 14

Desprendimiento de los bienes terrenales

Nosotros nos debemos unos a otros. La regeneración sólo será viable mediante la unión sincera y fraternal entre los Espíritus y los encarnados. El apego a los bienes terrenales es una de las mayores trabas para vuestro adelanto moral y espiritual. Por ese afán de poseer destruís vuestras facultades de amar, al aplicarlas completamente a las cosas materiales. Sed sinceros: ¿Proporciona la riqueza una felicidad plena? Cuando vuestros cofres están repletos, ¿no hay siempre un vacío en vuestro corazón?  Comprendo la satisfacción, legítima por supuesto, que experimenta el hombre que gracias a su trabajo honrado y constante ha obtenido riquezas. No obstante, entre esa satisfacción, tan natural y que Dios aprueba, y un apego que absorbe los demás sentimientos y paraliza los impulsos del corazón, existe mucha distancia, tanta como la que separa la prodigalidad exagerada de la sórdida avaricia, dos vicios entre los cuales Dios ha colocado la caridad: sagrada y saludable virtud, que enseña al rico a dar sin ostentación, para que el pobre reciba sin menoscabo.Ya sea que la riqueza provenga de vuestra familia, o que la hayáis ganado con vuestro trabajo, hay algo que jamás debéis olvidar: que todo viene de Dios y todo retorna a Dios. Nada os pertenece en la Tierra, ni siquiera vuestro propio cuerpo, pues la muerte os despoja de él, como también de todos los bienes materiales. Vosotros sois depositarios y no propietarios, no os engañéis. Dios os hizo un préstamo, debéis devolvérselo. Él os presta con la condición de que lo superfluo, al menos, retorne a favor de los que no tienen siquiera lo necesario.Uno de vuestros amigos os presta una suma. Por poco honestos que seáis, procuráis devolvérsela escrupulosamente, y le quedáis agradecidos. Pues bien, esa es la situación del hombre rico. Dios es el amigo celestial que le ha prestado la riqueza. Sólo le pide a cambio amor y reconocimiento, si bien le exige que por su parte dé a los pobres, pues el Padre los considera sus hijos tanto como al rico.Los bienes que el Señor os ha confiado excitan en vuestros corazones una ardiente y descontrolada codicia. ¿Habéis reflexionado, cuando os apegáis sin moderación a una riqueza perecedera y pasajera como vosotros mismos, que llegará el día en que deberéis rendir cuentas a Dios de lo que de Él procede? ¿Olvidáis que, a causa de la riqueza, estáis revestidos del carácter sagrado de ministros de la caridad en la Tierra, para que seáis sus dispensadores inteligentes? Así pues, cuando empleáis para vuestro exclusivo provecho lo que se os ha confiado, ¿qué sois, sino depositarios infieles? ¿Qué resulta de ese olvido voluntario de vuestros deberes? La muerte, inflexible e inexorable, rasga el velo bajo el cual os ocultabais, y os obliga a rendir cuentas al amigo que os favoreció, y que en ese momento se presenta ante vosotros con la toga del juez.En vano procuráis engañaros en la Tierra, coloreando con el nombre de virtud lo que muchas veces sólo es egoísmo. En vano denomináis economía y previsión a lo que no es otra cosa que ambición y avaricia; o generosidad a lo que simplemente es prodigalidad para vuestro beneficio. Cuando un hombre ha trabajado mucho, y con el sudor de su frente ha acumulado bienes, le oiréis decir a menudo que cuando el dinero se ha ganado de ese modo se conoce mejor su valor. No hay verdad más grande. Pues bien, que ese hombre, que dice conocer bien el valor del dinero, practique la caridad según sus posibilidades, y tendrá más mérito que aquel que, nacido en la abundancia, ignora la ardua fatiga del trabajo. Por el contrario, si ese hombre que se acuerda de sus penas, de sus esfuerzos, fuera egoísta e indiferente para con los pobres, será mucho más culpable que el otro, porque cuanto más conoce cada uno, por sí mismo, los dolores ocultos de la miseria, tanto mayor será su deber de aliviar los de los demás.Lamentablemente, en el hombre rico siempre existe un sentimiento tan intenso como el apego a la riqueza: el orgullo.  El hombre, depositario de esos bienes, no tiene derecho a dilapidarlos, como tampoco a confiscarlos para su provecho. La prodigalidad no es generosidad; muchas veces constituye una forma del egoísmo. Todo aquel que, para satisfacer su capricho, entrega a manos llenas el oro que posee, no daría un centavo para prestar un servicio. El desapego de los bienes terrenales consiste en apreciar la riqueza en su justo valor, en saber servirse de ella en beneficio de los otros y no sólo de vosotros mismos, en no sacrificar por ella los intereses de la vida futura, así como en perderla sin quejarse, en caso de que Dios disponga quitárosla. Si, por obra de reveses imprevistos, os convertís en otro Job, decid como él: “Señor, tú me diste la riqueza, tú me la haz quitado; hágase tu voluntad”. Ese es el verdadero desprendimiento. En primer lugar, sed sumisos. Tened fe en Aquel que habiéndoos dado y quitado, puede restituiros nuevamente lo que os quitó. Resistid con valor al abatimiento y la desesperación, que paralizan vuestras fuerzas. Cuando Dios os lance un golpe, jamás olvidéis que al lado de la más ardua prueba, Él siempre coloca un consuelo. Pero pensad, sobre todo, que hay bienes infinitamente más preciosos que los de la Tierra, y ese pensamiento os ayudará a desprenderos de estos últimos. El escaso valor que se atribuye a una cosa hace menos difícil su pérdida. El hombre que se apega a los bienes de la Tierra es como un niño que sólo ve el momento presente. El que se desprende de ellos es como un adulto que ve las cosas más importantes, porque comprende estas palabras proféticas del Salvador: “Mi reino no es de este mundo”.El Señor no ordena a nadie que se despoje de lo que posee, para que quede reducido a una mendicidad voluntaria, pues quien obrara de ese modo se convertiría en una carga para la sociedad. Proceder así sería comprender mal el desprendimiento de los bienes terrenales. Sería un egoísmo de otro tipo, porque el hombre se eximiría de la responsabilidad que la riqueza hace pesar sobre el que la posee. Dios la concede a quien mejor le parece, a fin de que la administre en provecho de todos. Por consiguiente, el rico tiene una misión, que él puede hacer agradable y provechosa para sí mismo. Rechazar la riqueza cuando Dios os la da, significa renunciar a los beneficios del bien que puede hacerse cuando se la administra con sabiduría. Saber pasar sin ella cuando no se la tiene, saber emplearla útilmente cuando se la posee, saber sacrificarla cuando es necesario, significa obrar según los designios del Señor. Aquel a cuyas manos ha llegado lo que en el mundo se llama una buena fortuna, exclame: “¡Dios mío, me has enviado un nuevo encargo; dame la fuerza para cumplirlo según tu santa voluntad!”Esto es, amigos míos, lo que deseaba enseñaros acerca del desprendimiento de los bienes terrenales. Resumiré lo que he expuesto diciendo: Sabed contentaros con poco. Si sois pobres, no envidiéis a los ricos, porque la fortuna no es necesaria para la felicidad. Si sois ricos, no olvidéis que esos bienes están a vuestro cuidado, y que deberéis justificar su empleo como si rindierais cuenta de una tutela. No seáis depositarios infieles, utilizándolos para la satisfacción de vuestro orgullo y de vuestra sensualidad. No os consideréis con derecho a disponer, para vuestro exclusivo provecho, de lo que sólo es un préstamo, y no una donación. Si no sabéis devolver, no tenéis derecho a pedir, y acordaos de que aquel que da a los pobres, salda la deuda que ha contraído para con Dios. (Lacordaire. Constantina, 1863.)