Desigualdad de las riquezas
La desigualdad de las riquezas es uno de los problemas que en vano se procurará resolver, en tanto sólo se considere la vida actual. Al respecto, la primera cuestión que se presenta es esta: ¿Por qué no todos los hombres son igualmente ricos? No lo son por una razón muy sencilla: porque no son igualmente inteligentes, activos y laboriosos para adquirir, ni sobrios y previsores para conservar.Además, está matemáticamente demostrado que si la riqueza se repartiera en partes iguales, cada uno recibiría una porción mínima e insuficiente; que en el supuesto de que esa distribución se efectuara, el equilibrio se rompería en poco tiempo a causa de la diversidad de caracteres y de aptitudes; pero que si fuera posible y duradera, como cada uno tendría apenas lo necesario para vivir, el resultado sería el aniquilamiento de los trabajos importantes que cooperan al progreso y el bienestar de la humanidad; por último, que en el caso de que esa distribución asignase a cada uno lo necesario, ya no existiría el aguijón que impulsa a los hombres a los grandes descubrimientos y a las iniciativas útiles. Si Dios concentra la riqueza en ciertos puntos es para que desde allí se expanda en cantidad suficiente, de acuerdo con las necesidades. Admitido eso, nos preguntamos por qué Dios concede la riqueza a personas incapaces de hacerla fructificar para el bien de todos. Allí reside también una prueba de la sabiduría y de la bondad de Dios. Al dar al hombre el libre albedrío, ha querido Dios que él llegara, por su propia experiencia, a diferenciar el bien del mal, y que la práctica del bien fuese el resultado de sus esfuerzos y de su propia voluntad. El hombre no debe ser conducido fatalmente ni al bien ni al mal, pues en ese caso sólo sería un instrumento pasivo e irresponsable, como los animales. La riqueza es un recurso para ponerlo a prueba moralmente. Con todo, como al mismo tiempo representa un poderoso medio de acción para el progreso, Dios no quiere que quede por mucho tiempo improductiva, razón por la cual la cambia de lugar incesantemente. Cada uno debe poseerla para ejercitarse en su administración y demostrar el uso que sabe hacer de ella. No obstante, como es materialmente imposible que todos la posean al mismo tiempo –por otra parte, si todos la poseyesen nadie trabajaría, y el mejoramiento del globo quedaría comprometido–, cada uno la posee a su vez. El que hoy no la tiene, la tuvo ya o la tendrá en otra existencia; y el que la tiene ahora, tal vez no la tenga mañana. Hay ricos y pobres porque, dado que Dios es justo, cada uno debe trabajar en el momento oportuno. Para unos, la pobreza es la prueba de la paciencia y la resignación; para otros, la riqueza es la prueba de la caridad y la abnegación.Nos lamentamos, con razón, por el pésimo empleo que algunos hacen de su riqueza, así como por las indignas pasiones que la codicia provoca, y nos preguntamos si Dios es justo al dar la riqueza a esas personas. Es cierto que si el hombre sólo tuviera una existencia, nada justificaría semejante reparto de los bienes de la Tierra. No obstante, si en vez de tener en cuenta tan sólo la vida presente, consideramos el conjunto de las existencias, veremos que todo se equilibra con justicia. Por consiguiente, el pobre no tiene motivo alguno para acusar a la Providencia, ni para envidiar a los ricos; como tampoco estos tienen derecho a vanagloriarse de lo que poseen. Si abusan de ello, no será con decretos ni con leyes suntuarias como podrá remediarse el mal. Las leyes pueden cambiar momentáneamente lo exterior, pero no consiguen cambiar el corazón. Por eso tienen una duración temporaria, y siempre van seguidas de una reacción más desenfrenada. El origen del mal reside en el egoísmo y en el orgullo. Los abusos de toda índole cesarán por sí mismos cuando los hombres se regeneren mediante la ley de la caridad.