Capítulo 17 – Sed Perfectos – 4

Los buenos espíritas

El espiritismo bien comprendido, pero sobre todo bien sentido, conduce forzosamente a los resultados expuestos más arriba, que caracterizan al verdadero espírita tanto como al verdadero cristiano, pues ambos son lo mismo. El espiritismo no crea una moral nueva: simplemente facilita a los hombres la comprensión y la práctica de la moral de Cristo, al ofrecerles una fe sólida e ilustrada a los que dudan o vacilan.Sin embargo, muchos de los que creen en los hechos de las manifestaciones no comprenden sus consecuencias ni su alcance moral, o, en caso de que los comprendan, no los aplican a sí mismos. ¿A qué se debe eso? ¿A una falta de precisión de la doctrina? No, pues no contiene alegorías ni figuras que puedan dar lugar a falsas interpretaciones. La claridad está en su esencia, y en eso reside su fuerza, porque va directo a la inteligencia. Nada tiene de misteriosa, y sus iniciados no están en posesión de ningún secreto oculto para el vulgo.Así pues, para comprenderla, ¿se requiere una inteligencia fuera de lo común? No, porque hay hombres de una capacidad notoria que no la comprenden, mientras que inteligencias vulgares, e incluso jóvenes apenas salidos de la adolescencia, comprenden sus matices más sutiles con admirable precisión. Eso es consecuencia de que la parte, por así decirlo, material de la ciencia, sólo requiere la vista para observar, mientras que la parte esencial precisa cierto grado de sensibilidad, al que se puede denominar madurez del sentido moral, madurez independiente de la edad y del grado de instrucción, porque es inherente al desarrollo, en un sentido especial, del Espíritu encarnado.En algunas personas, los lazos de la materia son aún muy tenaces para permitir que el Espíritu se desprenda de las cosas de la Tierra. La niebla que las envuelve los priva de la visión de lo infinito, razón por la cual no cortan fácilmente con sus gustos ni con sus costumbres, como tampoco comprenden que exista algo mejor que aquello de lo que están dotados. La creencia en los Espíritus es para ellos un simple hecho, que modifica poco o nada sus tendencias instintivas. En una palabra, no perciben más que un rayo de luz, que es insuficiente para guiarlos y proporcionarles una aspiración poderosa, capaz de vencer a sus inclinaciones. Se atienen más a los fenómenos que a la moral, que les parece banal y monótona. Solicitan sin cesar a los Espíritus que los inicien en nuevos misterios, pero no intentan saber si ya son dignos de penetrar los secretos del Creador. Se trata de los espíritas imperfectos, algunos de los cuales se quedan a mitad del camino o se apartan de sus hermanos en creencia, porque retroceden ante la obligación de reformarse, o bien reservan sus simpatías para los que comparten sus debilidades o sus prejuicios. No obstante, la aceptación del principio de la doctrina constituye el primer paso que hará que el segundo les resulte más fácil, en otra existencia.Aquel que puede, con razón, recibir la calificación de verdadero y sincero espírita, se encuentra en un grado superior de adelanto moral. El Espíritu, que en él domina de modo más completo la materia, le confiere una percepción más clara del porvenir. Los principios de la doctrina hacen vibrar en él las fibras que permanecen inertes en los demás. En una palabra: le han tocado el corazón. Por eso su fe es inquebrantable. Uno es como el músico al que le alcanzan unos pocos acordes para conmoverse, mientras que el otro sólo oye sonidos. Se reconoce al verdadero espírita por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones. Mientras que uno se conforma con su horizonte limitado, el otro, que capta algo mejor, se esfuerza en superar sus límites, y siempre lo consigue, cuando tiene firmeza de voluntad.