Capítulo 17- Sed Perfectos – 9

Los superiores y los inferiores

La autoridad, lo mismo que la riqueza, es un encargo del que deberá rendir cuentas aquel que está investido de ella. No supongáis que se le ha conferido para proporcionarle el vano placer de mandar; ni tampoco, como lo cree equivocadamente la mayor parte de los poderosos de la Tierra, como un derecho o una propiedad. Dios, por otra parte, les demuestra constantemente que no es ni lo uno ni lo otro, pues la retira cuando le place. Si fuese un privilegio inherente a la persona que la ejerce, sería inalienable. Así pues, nadie puede decir que algo le pertenece cuando se le puede quitar sin su consentimiento. Dios confiere la autoridad a título de misión o de prueba, cuando lo juzga conveniente, y la retira del mismo modo.Quienquiera que sea depositario de autoridad, sea cual fuere la extensión de ella, desde la del señor sobre su servidor, hasta la del soberano sobre su pueblo, no debe olvidar que tiene almas a su cargo. Habrá de responder por la buena o mala orientación que imparta a sus subordinados, y sobre él recaerán las faltas que estos lleguen a cometer, así como los vicios a los cuales sean arrastrados a consecuencia de esa orientación o de los malos ejemplos que dé. Por el contrario, recogerá los frutos de la dedicación que emplee para conducirlos hacia el bien. Cada hombre tiene en la Tierra una misión, grande o pequeña, y esa misión, cualquiera que sea, se le otorga para el bien. Por consiguiente, quien la falsea en su principio no hace más que fracasar en su desempeño.Del mismo modo que Dios pregunta al rico: “¿Qué has hecho de la riqueza que debía ser en tus manos una fuente que esparciera fecundidad alrededor tuyo?”, preguntará también al que tenga una autoridad cualquiera: “¿Qué uso has hecho de esa autoridad? ¿Qué males has evitado? ¿Qué progreso promoviste? Si te di subordinados, no fue para que los convirtieras en esclavos de tu voluntad, ni en instrumentos dóciles a tus caprichos o a tu ambición. Te hice fuerte y te confié a los débiles para que los amparases y los ayudaras a ascender hacia mí”.El superior que se encuentra compenetrado de las palabras de Cristo, no desprecia a ninguno de los que están a sus órdenes, porque sabe que las distinciones sociales no persisten delante de Dios. El espiritismo le enseña que si hoy le obedecen, tal vez antes le han dado órdenes, o se las darán más adelante, y entonces será tratado según la manera como haya tratado a los otros.Si bien el superior tiene deberes que cumplir, el inferior también los tiene, y no son menos sagrados. Si este último es espírita, su conciencia le dirá aún mejor que no puede considerarse dispensado de ellos, ni siquiera cuando su jefe deje de cumplir con los que le competen, porque sabe que no debe devolver mal por mal, y que las faltas de los unos no justifican las de los otros. Si sufre por su posición, dirá que seguramente lo ha merecido, porque es posible que él mismo haya abusado en otro tiempo de su autoridad, y porque le corresponde a su vez experimentar los inconvenientes que ha hecho sufrir a otros. Si se ve obligado a soportar esa posición, porque no encuentra otra mejor, el espiritismo le enseña a resignarse y a considerarla una prueba para su humildad, necesaria para su adelanto. Su creencia lo guía en la manera de comportarse, y lo induce a proceder como le gustaría que sus subordinados procediesen para con él, en el caso de que fuera el jefe. Por eso mismo, es más escrupuloso en el cumplimiento de sus obligaciones, pues comprende que toda negligencia en el trabajo que se le ha confiado es un perjuicio para aquel que lo remunera, y al que debe su tiempo y su dedicación. En una palabra, es inducido por el sentimiento del deber que su fe le confiere, y por la certeza de que todo desvío del camino recto implica una deuda que, tarde o temprano, deberá pagar. (François-Nicolas-Madeleine, Cardenal Morlot. París, 1863.)