Capítulo 1 – No He Venido a Derogar la Ley – 11
11. San Agustín es uno de los más importantes divulgadores del espiritismo. Se manifiesta en casi todas partes, y la razón de ello está en la vida de ese gran filósofo cristiano. Pertenece a esa vigorosa falange de los Padres de la Iglesia, a los cuales la cristiandad debe sus más sólidos cimientos. Como muchos otros, fue rescatado del paganismo, o mejor dicho, de la impiedad más profunda, por el resplandor de la verdad. Cuando en medio de sus mayores excesos sintió en su alma aquella vibración extraña que lo hizo volver en sí, a fin de que comprendiera que la felicidad estaba en otra parte y no en los placeres agotadores y efímeros; cuando, en fin, en su camino de Damasco oyó también la voz santa que le gritaba: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, entonces exclamó: “¡Dios mío! ¡Dios mío! Perdóname, creo, ¡soy cristiano!” Y desde entonces se convirtió en uno de los más firmes defensores del Evangelio. En las notables Confesiones que este Espíritu eminente nos dejó, se pueden leer las palabras, características y proféticas al mismo tiempo, que pronunció después de haber perdido a santa Mónica: Estoy convencido de que mi madre volverá a visitarme y a darme consejos, revelándome lo que nos espera en la vida futura. ¡Cuánta enseñanza hay en esas palabras, y qué brillante previsión de la futura doctrina! Por eso, hoy, al ver que ha llegado la hora de divulgar la verdad que en otro tiempo presintió, san Agustín se ha vuelto su ardiente divulgador, y se multiplica, por decirlo así, para responder a todos los que lo llaman. (Erasto, discípulo de san Pablo, París, 1863.) Nota. ¿Acaso san Agustín viene a echar abajo lo que edificó? Por cierto que no. Sin embargo, como tantos otros, ahora ve con los ojos del espíritu lo que no veía como hombre. Su alma, desprendida, entrevé nuevas claridades y comprende lo que no comprendía antes. Nuevas ideas le han revelado el verdadero sentido de ciertas palabras. En la Tierra, san Agustín juzgaba las cosas según los conocimientos que poseía; pero cuando se hizo para él una nueva luz, pudo juzgarlas más sensatamente. Así, abandonó su creencia respecto de los Espíritus íncubos y súcubos, y el anatema que había lanzado contra la teoría de las antípodas. Ahora que el cristianismo se le presenta en toda su pureza, puede pensar sobre ciertos puntos de otro modo que cuando vivía, sin dejar de ser un apóstol cristiano. Puede, sin renegar de su fe, hacerse divulgador del espiritismo, porque en él ve el cumplimiento de las cosas predichas. Al proclamarlo hoy, no hace otra cosa que conducirnos a una interpretación más sensata y lógica de los textos. Lo mismo sucede con otros Espíritus que se encuentran en una posición análoga.