Capítulo 22 – No Separéis lo que Dios Ha Unido – 3
En lo relativo a la unión de los sexos, junto a la ley divina material, común a todos los seres vivos, existe otra ley divina, inmutable como todas las leyes de Dios, de índole exclusivamente moral: la ley de amor. Dios ha querido que los seres se uniesen no sólo por los lazos de la carne, sino también por los del alma, a fin de que el afecto mutuo de los esposos se transmitiera a sus hijos, y que fuesen dos en vez de uno, para amarlos, cuidarlos y hacer que progresen. En las condiciones habituales del matrimonio, ¿se tiene en consideración la ley de amor? De ningún modo. No se tiene en cuenta el afecto de dos seres que se atraen por sentimientos recíprocos, puesto que muy a menudo ese afecto se interrumpe. Lo que se busca no es la satisfacción del corazón, sino la del orgullo, de la vanidad, de la ambición; en una palabra, la satisfacción de los intereses materiales. Cuando todo está en correspondencia con esos intereses, se dice que el matrimonio es conveniente, y cuando los bolsillos están bien llenos se dice que los esposos están en armonía y deben ser muy felices.Sin embargo, ni la ley civil ni los compromisos que ella establece pueden suplir a la ley de amor cuando esta última no preside la unión. De ahí resulta que, en muchas ocasiones, lo que se ha unido por la fuerza se separa por sí mismo; que el juramento que se pronuncia al pie del altar se transforma en perjurio si se pronuncia como una fórmula banal. De ahí provienen las uniones desdichadas, que se vuelven criminales. Esta doble desgracia se evitaría si en el momento de establecer las condiciones del matrimonio, no se hiciese abstracción de la única que lo sanciona ante Dios: la ley del amor. Cuando Dios dice: “Seréis una sola carne”, y cuando Jesús manifiesta: “No separéis lo que Dios ha unido”, esas palabras deben entenderse con referencia a la unión según la ley inmutable de Dios, y no según la ley de los hombres, que se halla sujeta a cambios.