Capítulo 27 – Pedid y se os Dará – 18 a 21

Acerca de la oración por los muertos y por los Espíritus que sufren

18. Los Espíritus que sufren reclaman oraciones, que les son útiles porque de ese modo verifican que hay quien piensa en ellos, y entonces se sienten menos abandonados, menos desdichados. Pero la oración ejerce sobre ellos una acción más directa: les devuelve el ánimo, les infunde el deseo de elevarse a través del arrepentimiento y la reparación, y puede desviarlos de la idea del mal. En ese sentido, la oración no sólo es capaz de aliviar sus padecimientos, sino también de abreviarlos. 19. Algunas personas no admiten la oración por los muertos porque, según su creencia, el alma solamente tiene dos alternativas: la salvación o la condena a las penas eternas; de modo que tanto en uno como en otro caso la oración sería inútil. Sin discutir el valor de esa creencia, admitamos por algunos instantes la realidad de las penas eternas e irremisibles, y que nuestras oraciones sean impotentes para ponerles un término. Con base en esa hipótesis, preguntamos: ¿es lógico, caritativo y cristiano desechar la oración por los réprobos? Esas oraciones, por impotentes que sean para liberarlos, ¿no son para ellos una demostración de piedad que puede aliviar sus padecimientos? En la Tierra, cuando un hombre está condenado a perpetuidad, aun cuando no exista ninguna esperanza de obtener el perdón para él, ¿estará prohibido a una persona caritativa cargar con sus cadenas para ahorrarle ese peso? Cuando alguien está atacado por un mal incurable, ¿hay que abandonarlo sin proporcionarle ningún alivio, sólo porque no existe esperanza de curación para él? Pensad que entre los réprobos puede encontrarse una persona a quien amasteis, un amigo, tal vez un padre, una madre o un hijo. Por el hecho de que ese ser no sea perdonado, según suponéis, ¿le negaríais un vaso de agua para calmar su sed, un bálsamo para curar sus llagas? ¿No haríais por él lo que por un presidiario? ¿No le daríais un testimonio de amor, un consuelo? No, privarlo de todo eso no sería cristiano. Una creencia que petrifica el corazón es incompatible con la creencia en un Dios que ubica el amor al prójimo en el primer lugar entre los deberes.Que las penas no sean eternas no implica la negación de una penalidad temporaria, porque Dios, en su justicia, no puede confundir el bien con el mal. Ahora bien, en ese caso, negar la eficacia de la oración sería negar la eficacia del consuelo, la posibilidad de infundir valor y de dar buenos consejos; sería negar la fuerza que tomamos de la asistencia moral de los que nos quieren bien.20. Otros se basan en una razón más engañosa: la inmutabilidad de los decretos divinos. Dios, alegan, no puede modificar sus decisiones a pedido de sus criaturas. Si no fuera así, no habría estabilidad en el mundo. El hombre, pues, nada tiene que pedir a Dios, sólo le corresponde someterse y adorarlo.Existe en esa idea una falsa aplicación de la inmutabilidad de la ley divina; o mejor dicho, se ignora la ley en lo concerniente a las penas futuras. Esa ley es revelada por los Espíritus del Señor, ahora que el hombre ha madurado para comprender lo que, en materia de fe, es conforme o contrario a los atributos divinos.Según el dogma de la eternidad absoluta de las penas, no se toman en cuenta los remordimientos ni el arrepentimiento del culpable. Para él, todo deseo de mejorar es inútil: está condenado a permanecer perpetuamente en el mal. Si ha sido condenado por un tiempo determinado, la pena habrá de cesar cuando el tiempo haya expirado. Pero ¿quién podrá garantizar que entonces sus sentimientos serán mejores? ¿Quién podrá afirmar que, a ejemplo de muchos de los condenados de la Tierra, a su salida de la cárcel no será tan malo como antes? En el primer caso, sería mantener en el dolor del castigo a un hombre que regresó al bien. En el segundo, sería conceder una gracia a alguien que sigue siendo culpable. La ley de Dios es más previsora que eso. Siempre justa, equitativa y misericordiosa, no establece ninguna duración para la pena, sea cual fuere. Dicha ley se resume de este modo: 21. “El hombre sufre siempre las consecuencias de sus faltas. No hay una sola infracción a la ley de Dios que no conlleve su castigo.”La severidad del castigo es proporcional a la gravedad de la falta. ”La duración del castigo es indeterminada, cualquiera que sea la falta, y está subordinada al arrepentimiento del culpable y a su retorno al bien. La pena dura tanto como la obstinación en el mal. Sería perpetua si la obstinación fuera perpetua. Es de corta duración si el arrepentimiento es inmediato.”Desde el momento en que el culpable reclama misericordia, Dios lo escucha y le concede esperanza. Pero el simple remordimiento por haber incurrido en el mal no es suficiente; falta la reparación. Por eso el culpable es sometido a nuevas pruebas, en las cuales puede, siempre por su voluntad, practicar el bien para reparar el mal que ha hecho.”Así pues, el hombre es constantemente el árbitro de su propia suerte. Puede abreviar su suplicio o prolongarlo indefinidamente. Su felicidad o su desventura dependen de su voluntad de practicar el bien.”Esa es la ley; ley inmutable y conforme con la bondad y la justicia de Dios. El Espíritu culpable y desdichado siempre puede, de esa manera, salvarse a sí mismo. La ley de Dios le dice cuáles son las condiciones para hacerlo. Lo que más a menudo le falta es la voluntad, la decisión y el valor. Si con nuestras oraciones le inspiramos esa voluntad, si lo amparamos y le infundimos valor; si con nuestros consejos contribuimos a la comprensión que le falta, en vez de solicitar a Dios que derogue su ley, nos convertimos en los instrumentos para el cumplimiento de su ley de amor y caridad, en la cual Él nos permite participar de ese modo, para que nosotros mismos demos una prueba de caridad.