Capítulo 27 – Pedid y se os Dará – 23

Felicidad que la oración proporciona

Venid, los que estáis dispuestos a creer. Los Espíritus celestiales acuden a anunciaros cosas importantes. Dios, hijos míos, abre sus tesoros para concederos todos sus beneficios. ¡Hombres incrédulos! ¡Si supieseis cuánto bien hace la fe al corazón y cómo induce al alma al arrepentimiento y a la oración! ¡La oración! ¡Ah!, ¡cuán emotivas son las palabras que salen de la boca de quien está orando! La oración es el rocío divino que aplaca el excesivo ardor de las pasiones. Hija primogénita de la fe, nos encamina por la senda que conduce a Dios. En el recogimiento y en la soledad, estáis con Dios. Para vosotros ya no hay misterios, pues Él se devela ante vosotros. Apóstoles del pensamiento, sois dueños de la vida. Vuestra alma se desprende de la materia y recorre  esos mundos infinitos y etéreos, que los pobres humanos ignoran. Avanzad, avanzad por los senderos de la oración, y escucharéis las voces de los ángeles. ¡Cuánta armonía! Ya no se trata del ruido confuso ni de los sonid os estridentes de la Tierra. Son las liras de los arcángeles; son las voces dulces y suaves de los serafines, más leves que la brisa matinal cuando juguetea entre el follaje de vuestros grandes bosques. ¡Entre qué delicias no habréis de caminar! ¡Vuestro lenguaje no podrá expresar esa dicha, tanta es la velocidad con que penetra por vuestros poros, tan vivo y  refrescante es el manantial donde se bebe, al orar! ¡Dulces voces, embriagadoras fragancias que el alma escucha y aspira, cuando se lanza a esas esferas desconocidas donde habita la oración! Libres de los deseos carnales, todas las aspiraciones son divinas. Y vosotros también, orad como Cristo cuando llevaba su cruz en dirección al Gólgota, al Calvario. Cargad vuestra cruz, y experimentaréis las inefables emociones que había en su alma, incluso bajo el peso del madero afrentoso. Él iba a morir, pero para vivir la vida celestial en la morada de su Padre. (San Agustín. París, 1861.)