Oración Dominical – Comentada
¡Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre! Creemos en ti, Señor, porque todo  revela tu poder y tu bondad. La armonía del universo es el testimonio de una sabiduría, una prudencia y una previsión que superan todas las facultades humanas. El nombre de un ser soberanamente grande y sabio está inscripto en todas las obras de la creación, desde la brizna de hierba y el más pequeño de los insectos, hasta los astros que giran en el espacio. En todas partes vemos pruebas de tu cuidado paternal. Por eso, ciego es el que no te reconoce en tus obras, orgulloso es el que no te alaba, e ingrato es el que no te da las gracias. 2. ¡Venga a nosotros tu reino! Señor, has dado a los hombres leyes plenas de sabiduría, que los harían felices si las observaran. Con esas leyes reinarían entre ellos la paz y la justicia, y todos se prestarían ayuda mutuamente, en vez de maltratarse como lo hacen. El fuerte sostendría al débil en lugar de abrumarlo. Evitarían los males que los abusos y los excesos de toda índole engendran. Todas las miserias de este mundo provienen de la violación de tus leyes, porque no hay una sola infracción a ellas que no acarree funestas consecuencias. Has dado al animal el instinto que le marca el límite de lo necesario, y él automáticamente se conforma. En cambio, al hombre le diste, además de ese instinto, la inteligencia y la razón. También le has dado la libertad de cumplir o de infringir aquellas de tus leyes que le conciernen específicamente, es decir, le has dado la libertad de elegir entre el bien y el mal, para que tenga el mérito y la responsabilidad de sus acciones. Nadie puede alegar que ignora tus leyes, pues con tu providencia paternal has querido que estuviesen grabadas en la conciencia de cada uno, sin distinción de cultos ni de naciones. Los que las violan te menosprecian. 3. ¡Hágase tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo! Si la sumisión es un deber del hijo para con su padre, así como del subalterno para con su superior, ¡cuánto más grande debe ser la de la criatura para con su Creador! Hacer tu voluntad, Señor, consiste en respetar tus leyes y en someterse sin quejas a tus designios divinos. El hombre obrará de ese modo cuando comprenda que eres la fuente de toda la sabiduría, y que sin ti, él nada puede. Entonces respetará tu voluntad en la Tierra, así como los elegidos la respetan en el Cielo. 4. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Danos el alimento para sustentar las fuerzas del cuerpo.  Danos también el alimento espiritual para desarrollar nuestro Espíritu. El animal encuentra su comida, pero el hombre debe su sustento a su propia actividad y a los recursos de su inteligencia, porque lo creaste libre. Tú le has dicho: “Extraerás tu alimento de la tierra con el sudor de tu frente”. Así, transformaste el trabajo en una obligación, a fin de que los hombres ejercitaran su inteligencia en la búsqueda de los medios para proveer a sus necesidades y a su bienestar, los unos mediante el trabajo material, los otros mediante el trabajo intelectual. Sin el trabajo el hombre permanecería estacionario y no podría aspirar a la felicidad de los Espíritus superiores. Ayudas al hombre de buena voluntad que confía en ti para obtener lo necesario, pero no al que se complace en la ociosidad y que quisiera obtener todo sin esfuerzo, como tampoco al que busca lo superfluo. ¡Cuántos hay que sucumben por su propia falta, por su desidia, por su imprevisión o su ambición, y por no haber querido contentarse con lo que les habías dado! Esos son los artífices de su propio infortunio, y no tienen derecho a quejarse, porque son castigados por donde han pecado. Concédenos además la prudencia, la previsión y la moderación, a fin de que no perdamos sus frutos. Danos, pues, Señor, el pan nuestro de cada día, es decir, los medios para que adquiramos,  mediante el trabajo, las cosas que necesitamos para la vida, puesto que nadie tiene derecho a reclamar lo superfluo. En caso de que nos veamos impedidos de trabajar, nos confiaremos a tu divina providencia. Presérvanos, Dios mío, de envidiar a los que poseen lo que nosotros no tenemos, o incluso a los que disponen de lo superfluo, cuando a nosotros nos falta hasta lo necesario. Perdónalos, si acaso olvidaron la ley de caridad y de amor al prójimo que les has inculcado. Aparta también de nuestro espíritu la idea de negar tu justicia, si notamos que el malvado prospera, y que en ciertas ocasiones la desgracia se desploma sobre el hombre de bien. Gracias a las nuevas enseñanzas que tuviste a bien concedernos, sabemos ahora que tu justicia se cumple inexorablemente, sin excluir a nadie; que la prosperidad material del malvado es efímera, como lo es también su existencia corporal, y que padecerá terribles contratiempos, mientras que la alegría reservada al que sufre con resignación será eterna. 5. Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. Cada una de nuestras infracciones a tus leyes, Señor, representa una ofensa que te hacemos y una deuda contraída que, tarde o temprano, tendremos que saldar. Te solicitamos que nos las perdones, por tu infinita misericordia, y te prometemos esforzarnos para no contraer nuevas deudas. Tú nos has impuesto como ley expresa la caridad. Pero la caridad no sólo consiste en asistir a nuestros semejantes en sus necesidades; consiste también en el olvido y en el perdón de las ofensas. ¿Con qué derecho reclamaríamos tu indulgencia, si nosotros mismos no la aplicáramos en relación con aquellos de quienes nos quejamos? Danos fuerza, Dios mío, para reprimir en nuestra alma el resentimiento, el odio y el rencor. Haz que la muerte no nos sorprenda con deseos de venganza en el corazón. Si te satisface sacarnos hoy mismo de este mundo, haz que podamos presentarnos ante ti limpios de toda animosidad, a ejemplo de Cristo, cuyas palabras postreras fueron de clemencia para sus verdugos. Las persecuciones que nos hacen padecer los malos forman parte de nuestras pruebas terrenales. Debemos aceptarlas sin quejarnos, al igual que todas las otras pruebas, y no maldecir a los que con sus maldades nos despejan el camino hacia la felicidad eterna, puesto que nos dijiste por boca de Jesús: “¡Bienaventurados los que sufren por la justicia!” Bendigamos, entonces, la mano que nos hiere y nos humilla, porque las heridas del cuerpo fortifican nuestra alma, y seremos exaltados a consecuencia de nuestra humildad. Bendito sea tu nombre, Señor, porque nos has enseñado que nuestra suerte no está inexorablemente determinada después de la muerte; que encontraremos en otras existencias los medios de rescatar y reparar nuestras faltas del pasado, así como de cumplir en una nueva vida lo que no podemos realizar en esta, a los fines de nuestro adelanto. Con esto se explican, por último, todas las aparentes anomalías de la vida. La luz se proyecta sobre nuestro pasado y nuestro porvenir, señal evidente de tu soberana justicia y de tu infinita bondad. 6. No nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. nosotros mismos, y los Espíritus malos no  hacen más que aprovecharse de nuestras inclinaciones viciosas, en las que nos mantienen para tentarnos. Cada imperfección es una puerta abierta a la influencia de esos Espíritus. Por otra parte, son impotentes ante los seres perfectos, y renuncian a toda tentativa contra ellos. Todo cuanto nos propongamos hacer para apartarlos resultará inútil, si no les oponemos una voluntad inquebrantable en el sentido del bien, además de que renunciemos por completo al mal. Por consiguiente, es necesario que dirijamos nuestros esfuerzos contra nosotros mismos. Sólo en ese caso los Espíritus malos se apartarán espontáneamente, porque el mal los atrae, mientras que el bien les produce rechazo. Señor, danos amparo en relación con nuestra debilidad. Inspíranos, a través de la voz de nuestros ángeles de la guarda y de los Espíritus  buenos, la voluntad de corregirnos de nuestras imperfecciones, para que cerremos a los Espíritus impuros el acceso a nuestra alma. El mal no es obra tuya, Señor, porque la fuente de todo bien no puede generar nada malo. Nosotros mismos somos los que creamos el mal, cuando infringimos tus leyes, y por el mal uso que hacemos de la libertad que nos concediste. Cuando los hombres respeten tus leyes, el mal desaparecerá de la Tierra, del mismo modo que ha desaparecido de los mundos más adelantados. El mal no es una necesidad fatal para nadie, y sólo les parece irresistible a los que se complacen en él. Si tenemos la voluntad de hacer el mal, podemos también tener la de practicar el bien. Por eso, Dios mío, solicitamos tu asistencia y la de los Espíritus buenos, para resistir a la tentación. Así sea