Capítulo 7 – Bienaventurados los Pobres de Espíritu – 13

Misión del hombre inteligente en la Tierra

13. No presumáis de lo que sabéis, porque ese saber tiene límites muy estrechos en el mundo en que habitáis. Aun en la suposición de que poseáis una de las inteligencias más brillantes del globo, no tenéis ningún derecho de envaneceros por ello. Si Dios, en sus designios, os ha hecho nacer en un medio donde habéis podido desarrollar vuestra inteligencia, es porque desea que la empleéis para el bien de todos. Se trata de una misión que Dios os confía, al depositar en vuestras manos el instrumento con cuya ayuda  podéis desarrollar, por vuestra parte, las inteligencias atrasadas y conducirlas hacia Él. La naturaleza de la herramienta, ¿no indica, acaso, el uso que debe hacerse de ella? La azada que el jardinero pone en las manos de su ayudante, ¿no le indica a este que debe cavar la tierra? ¿Qué diríais si ese ayudante, en lugar de trabajar, levantara la azada para herir a su patrón? Diríais que es horrible y que merece ser expulsado. Pues bien, ¿no sucede lo mismo con aquel que se sirve de su inteligencia para destruir la idea de Dios y de la Providencia entre sus hermanos? ¿No levanta contra su patrón la azada que se le ha dado para carpir el terreno? ¿Tiene derecho al salario prometido? ¿No merece, por el contrario, ser expulsado del jardín? Será expulsado, no lo dudéis, y cargará consigo existencias miserables, llenas de humillaciones, hasta que se incline ante Aquel a quien le debe todo. La inteligencia es fecunda en méritos para el  porvenir, pero con la condición de que se haga buen uso de ella. Si los hombres que la poseen se sirvieran de la inteligencia conforme a la voluntad de Dios, la labor de los Espíritus que hacen progresar a la humanidad sería mucho más sencilla. Lamentablemente, muchos la convierten en un instrumento del orgullo y de perdición para sí mismos. El hombre abusa de su inteligencia tanto como de sus demás facultades, pese a que no le faltan lecciones que le advierten que una mano poderosa puede quitarle lo que ella misma le ha dado. (Ferdinando, Espíritu protector. Burdeos, 1862.)