Capítulo 8 – Bienaventurados los Limpios de Corazón – 1 a 4
1. “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.” (San Mateo, 5: 8.) 2. Entonces le presentaron a unos niños, para que Él los tocara; y como sus discípulos apartaban con palabras ásperas a quienes los presentaban, Jesús, al ver eso, se disgustó y les dijo: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque el reino de los Cielos es para los que se les parecen. En verdad os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Y abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos. (San Marcos, 10:13 a 16.) 3. La pureza del corazón es insepa rable de la simplicidad y de la humildad. Excluye todo pensamiento de egoísmo y de orgullo. Por eso Jesús toma a la infancia como emblema de esa pureza, del mismo modo que la tomó como el de la humildad. Esa comparación podría parecer injusta, si se considera que el Espíritu del niño puede ser muy antiguo, y que trae, al renacer a la vida corporal, las imperfecciones de las que no se ha despojado en las existencias precedentes. Sólo un Espíritu llegado a la perfección podría darnos el ejemplo de la verdadera pureza. No obstante, la comparación es exacta desde el punto de vista de la vida presente; porque el niño, dado que aún no ha podido manifestar ninguna tendencia perversa, nos ofrece la imagen de la inocencia y del candor. Por otra parte, Jesús no dice de un modo absoluto que el reino de los Cielos es para ellos, sino para los que se les parecen. 4. Puesto que el Espíritu del niño ha vivido ya, ¿por qué no se manifiesta tal cual es desde el nacimiento? En las obras de Dios todo irradia sabiduría. El niño necesita cuidados delicados que sólo la ternura  maternal puede prodigarle, ternura a la que se suma la debilidad y la ingenuidad del niño. Para una madre, su hijo es siempre un ángel, y es preciso que así sea para que conquiste su dedicación. Ella no habría podido dispensarle la misma devoción si, en vez de la gracia ingenua, hubiese encontrado bajo las facciones infantiles un carácter viril y las ideas de un adulto, y menos aún si llegara a conocer su pasado.Por otra parte, hacía falta que la actividad del principio inteligente estuviese proporcionada a la debilidad del cuerpo, porque este no habría podido resistir una actividad demasiado intensa del Espíritu, como se observa en los individuos muy precoces. Por eso, cuando el Espíritu se aproxima a la encarnación, entra en un estado de turbación y pierde poco a poco la conciencia de sí mismo. Entonces permanece, durante un determinado lapso, en una especie de sueño, durante el cual sus facultades se hallan en estado latente. Ese estado transitorio es necesario para que el Espíritu tenga un nuevo punto de partida, y para que olvide, en su nueva existencia terrenal, las cosas que hubieran podido obstaculizarlo. Con todo, su pasado reacciona sobre él. El Espíritu renace a la vida más grande, más fuerte, tanto moral como intelectualmente, sustentado y secundado por la intuición que conserva de la experiencia que ya ha adquirido. A partir del nacimiento, y a medida que se desarrollan los órganos corporales, el Espíritu recupera gradualmente la amplitud de sus ideas. Se puede decir, pues, que durante los primeros años, el Espíritu es en realidad un niño, porque las ideas que forman la base de su carácter todavía se encuentran embotadas. Durante el tiempo en que sus instintos están adormecidos, el Espíritu es más flexible y, por eso mismo, más accesible a las impresiones que puedan modificar su naturaleza y hacerlo progresar, lo que hace más sencilla la tarea impuesta a los padres. Así pues, el Espíritu se cubre, en forma transitoria, con la túnica de la inocencia, y Jesús expresa una verdad cuando, a pesar de que el alma es anterior, toma al niño como símbolo de la pureza y la simplicidad.